Si el acuerdo es ratificado por los colombianos, el país tendrá la oportunidad de alcanzar todo su potencial tras décadas de violencia, en las que se ha generado una arraigada desigualdad y una institucionalidad débil.
La vida de todo colombiano ha sido marcada, en cierto sentido, por la violencia. El gobierno ha estado en guerra con grupos guerrilleros de tendencia marxista durante más de cinco décadas, un ruinoso conflicto cuyas raíces provienen de períodos de violencia de mitades del siglo XX.
Esta semana, el gobierno de Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), el grupo guerrillero más grande del país, llegaron a un acuerdo según el cual los rebeldes se comprometen a deponer las armas e incorporarse al sistema político y a la legalidad.
Si el acuerdo de paz es ratificado por los colombianos en un plebiscito que se celebrará el 2 de octubre, Colombia tendrá la oportunidad de alcanzar todo su potencial después de sufrir décadas de violencia, en las que se ha generado una arraigada desigualdad y una institucionalidad débil.
Es una oportunidad que los colombianos deben aprovechar.
El documento incluye reformas estructurales radicales e inversiones sociales que podrían transformar al país en una sociedad más próspera y equitativa. También incluye una reforma agraria integral, lo que reduciría la desigualdad histórica entre los centros urbanos de Colombia y el campo, empobrecido y abandonado. Las Farc se han comprometido a acabar con su participación en el tráfico de drogas, una actividad que potenció el conflicto durante las últimas décadas. Una mayor presencia estatal en las regiones donde se cultiva y trafica la cocaína facilitaría enfrentar ese flagelo de una manera eficaz.
Según las condiciones del pacto, los miembros de las Farc le entregarán sus armas al personal de las Naciones Unidas y revelarán la naturaleza de su participación en el conflicto ante un tribunal especial que incluirá a juristas nacionales e internacionales. Aquellos que admitan delitos graves como secuestros —y ejecuciones— estarían sujetos a períodos de restricción de movilidad de cinco a ocho años, durante los cuales se espera que realicen servicios comunitarios. Los que han cometido delitos menos graves —como el tráfico de drogas— recibirían amnistía.
Esta disposición no es ideal, ya que inevitablemente dejará muchos crímenes sin castigo. Pero con un buen manejo, podría permitir que muchas víctimas vean a sus agresores juzgados y se lograría que los criminales de guerra —incluyendo a los miembros de las fuerzas armadas— asuman responsabilidad, en cierta medida, por las peores atrocidades de la guerra.
El acuerdo también permitiría que los miembros de las Farc puedan postularse para las elecciones legislativas de 2018 y les otorgaría un mínimo de cinco curules en la cámara de representantes y cinco en el senado. Muchos colombianos se oponen a esto pues dicen que da la impresión de que la insurgencia es una estrategia legítima para entrar a la política.
Pero vale la pena recordar que las Farc y otros grupos guerrilleros se formaron durante una época en la que varios segmentos de la sociedad se sentían excluidos ante un sistema político que parecía impenetrable para todos, excepto para las élites. La construcción de un sistema político más incluyente reduciría el riesgo de que las comunidades marginadas consideren a la violencia como el medio más eficaz para lograr un cambio.
Como una paz duradera comienza a parecer cada vez más viable, los arquitectos de este proceso merecen ser reconocidos por su visión y tenacidad. El presidente Juan Manuel Santos y su equipo de negociadores siempre han tenido el norte claro y han sido infatigables y claros a lo largo de las prolongadas negociaciones, que han polarizado a Colombia. Las Farc, que aceptaron negociar después de sufrir reveses en el campo de batalla, parecen haber negociado de buena fe y cumplieron un cese al fuego durante más de un año.
Las víctimas del conflicto, muchas de las cuales han apoyado fervientemente el proceso, también merecen un reconocimiento por su disposición a perdonar. Al sentarse a dialogar con un enemigo al otro lado de la mesa de negociación, fijan un ejemplo digno de reconocer, justo cuando muchos de los conflictos armados en el mundo parecen imposibles de conciliar.
Le han dado a una generación de colombianos más jóvenes la oportunidad de empezar a relegar esta guerra a los libros de historia.