La inequidad no es un cuento chino. Desde que nacemos nos enfrentamos a todo tipo de desigualdades injustas. Y ni la muerte nos iguala.
Al contrario: las causas de la muerte, la edad a la que morimos y las condiciones en que lo hacemos terminan por evidenciar cruda y definitivamente las diferencias acumuladas a lo largo de la vida.
Empecemos por la cuna. La esperanza de vida al momento del nacimiento es un indicador muy apreciado para reconocer los niveles y calidad de vida de diferentes grupos sociales, regiones o países, y poder establecer comparaciones entre ellos. De hecho, es uno de los tres indicadores seleccionados para calcular el Índice de Desarrollo Humano. Según datos del Departamento Nacional de Estadística, Dane, un hombre que nazca hoy en la Amazonia colombiana o en el Chocó tiene una esperanza de vida de 67 años. Si nace en Bogotá, que tampoco es el paraíso, su esperanza de vida aumenta a 77 años, 10 más que la del nacido en el Chocó o en la Amazonia. Y aunque en general la esperanza promedio de vida en el país se ha venido incrementando, las diferencias se mantienen.
Si del nivel nacional pasamos al internacional, el problema persiste o se agudiza. Mientras una niña boliviana que nazca hoy tiene un horizonte promedio de 69 años de vida, una niñita japonesa nace en la actualidad con un capital vital de 88 años. Una diferencia de casi 20 años. Y entre los hombres la situación puede ser peor. Si el varón nace en Malí, por ejemplo, su esperanza de vida es de 53 años, pero si nace en Japón, es de 81 años. Casi 30 años de diferencia. El problema, claro está, no es geográfico en términos nacionales o internacionales. Es geopolítico. Más exactamente: socioeconómico. Estudios recientes en los Estados Unidos han demostrado que un hombre rico nacido en ese país a mitad del siglo pasado puede esperar vivir 14 años más que uno de los muchos pobres nacidos en el mismo año. Los mismos estudios llamaron la atención en que dicha brecha en lugar de reducirse se ha ido aumentando. Y, volviendo a nuestro país, un estudio que acaba de publicar el Observatorio Nacional de Salud demuestra con precisión que la mortalidad por situaciones como el embarazo y el parto o por problemas como la desnutrición, la tuberculosis y las diarreas es persistentemente más frecuente en los pobres que en los ricos.
La muerte de los niños es un indicador aún más diciente de las inequidades en la calidad de vida y de los servicios de salud de un determinado país o región. Según el Dane, la mortalidad infantil ha bajado en Colombia, pero todavía es relativamente alta: 15 por cada 1.000 nacidos vivos. Y en el Chocó es escandalosa: 65 por cada 1.000 niños nacidos vivos allí, quedando lejísimos de la meta propuesta por los denominados (y en buen parte incumplidos) objetivos de desarrollo del milenio.
A diferencia de otras inequidades de género que se han confabulado contra las mujeres, frente a la muerte la inequidad sigue estando en contra de los hombres. En general, los hombres seguimos viviendo menos que las mujeres en muy distintas culturas, estratos y países. En Colombia la diferencia es todavía mayor de seis años. Claro está que vivir más no significa necesariamente vivir mejor. La meta deseable sería vida buena, digna y larga para todos, hombres y mujeres de todas partes del mundo. Pero mientras persistan tantas inequidades, aun los enormes avances de la ciencia, las tecnologías y la medicina seguirán siendo impotentes para el logro de este objetivo, que no es del milenio sino de la humanidad.
* Por Saúl Franco / Médico social